La Derecha Fest, celebrada en el Hotel Quórum de Córdoba, se promocionó como el evento «más anti-zurdo del mundo».
Bajo esta consigna agresiva, más de 2.500 asistentes pagaron $35.000 para presenciar lo que terminó siendo un ritual de violencia política sin precedentes.
Lo ocurrido tras esas puertas no fue un debate de ideas, sino la exhibición de una brutalizacióninstitucionalizada que amenaza los cimientos mismos de la convivencia democrática argentina.
El ataque coordinado contra la vicepresidenta Victoria Villarruel constituyó uno de los episodios más sórdidos de nuestra historia política reciente. El presidente Javier Milei, desde el escenario, la tildó de «bruta traidora» mientras la multitud, en un coro enardecido, coreaba insultos misóginos que resonaban como latigazos en el auditorio.
Esta humillación pública fue meticulosamente orquestada: remeras con la leyenda «Roma no paga traidores» (frese atribuida al procónsul Quinto Servilio Cepión 139 a.C. y que los libertarios obviamente ignoran su significado) se vendían en la entrada, transformando el linchamiento político en mercancía.
Nicolás Márquez, biógrafo oficial de Milei, completó el cerco al cuestionar públicamente la legitimidad de Villarruel, exigiendo que el presidente sea acompañado por alguien «a la altura». El mensaje era claro: en este nuevo credo político, la disidencia equivale a traición, y la traición merece escarnio público.
Detrás de este ensañamiento hay una diferencia sustancial que el oficialismo no tolera, Villarruel se atrevió a cuestionar el uso de las Fuerzas Armadas en seguridad interna y la estrategia sobre Malvinas.
Su «crimen» fue ejercer el pensamiento independiente en un gobierno que canoniza la obediencia ciega. La ferocidad de la respuesta revela una verdad incómoda, para este movimiento, la sumisión ideológica es más sagrada que cualquier principio institucional.
Pero la deshumanización no se limitó a la vicepresidenta. El lenguaje bélico fue el hilo conductor del evento.
Agustín Laje, presentado por Milei como «la mente más brillante de Argentina», declaró sin ambages,«no son conciudadanos, son enemigos», abogando por «exterminarlos ideológicamente».
Nicolás Márquez insistió en que «hay que aplastarlos políticamente» porque según su diagnóstico, «no estamos en una democracia normal».
Diego Recalde completó este coro de desprecio reduciendo a los opositores a «eternos adolescentes mantenidos por el Estado». Esta retórica no busca persuadir, es un manual de guerra cultural que, al negar la humanidad del adversario, justifica cualquier violencia en su contra.
La hipocresía alcanzó su cenit en el trato a la prensa. Mientras Javier Negre, dueño de La Derecha Diario, clamaba desde el escenario que «no odiamos lo suficiente a los periodistas», la periodista Melisa Molina de Página/12 era expulsada por personal de Casa Militar tras haber pagado su entrada.
El espectáculo fue bochornoso, la dejaron en un descampado tras arrojarle con desdén los $40.000 del reembolso. Esta operación de censura, bajo la orden explícita de que «esto no trascienda», desnuda la verdadera naturaleza de un movimiento que predica libertad mientras practica la opacidad autoritaria.
Lo ocurrido en Córdoba no es un hecho aislado, sino la expresión más cruda de un proyecto que reemplaza la política por la aniquilación simbólica. Cuando el presidente llama «morsa impresentable de mierda» al senador José Mayans o «traidores» a legisladores que debaten pensiones, normaliza el insulto como herramienta de gobierno.
Al equiparar el disenso con «deficiencia moral» o «traición», se dinamitan los puentes del diálogo necesario para gobernar un país fracturado. La purga ideológica es tan radical que hasta una conservadora antiabortista como Villarruel es ahora «zurda» por cuestionar al líder.
Argentina enfrenta desafíos brutales, inflación, pobreza estructural, crisis energética. Ninguno de estos problemas se resuelve coreando insultos en un hotel de lujo o vendiendo camisetas contra «traidores».
La Derecha Fest no fue un acto político, sino un ritual de intoxicación colectiva donde el único néctar fue el odio al prójimo. Mientras el gobierno celebra 2.800 reformas para construir «el país más libre del mundo», socava la libertad esencial, la de disentir sin ser tratado como enemigo.
El verdadero costo de este espectáculo no se mide en entradas vendidas, sino en el veneno que inyecta en el tejido social. Cuando un presidente convierte a su vicepresidenta en blanco de misoginia, cuando autopercibidos intelectuales promueven el «exterminio ideológico», cuando se expulsa periodistas como delincuentes, no estamos ante «política disruptiva». Estamos presenciando la normalización de la barbarie.
La historia enseña que los países que convierten la política en una arena de gladiadores, donde el adversario debe ser aniquilado en lugar de convencido, terminan enterrando su propio futuro en esa fosa.
Hoy, en las afueras de Córdoba, Argentina dio un paso peligroso hacia ese abismo. La construcción nacional exige puentes, no trincheras; argumentos, no insultos; instituciones, no inquisiciones.
El camino del odio solo conduce a un destino, la autodestrucción.


