Por Andrés Mendieta
Los comicios recientes en la Argentina dibujan un paisaje sombrío que trasciende la mera estadística electoral.
Cuando provincia tras provincia registra abstenciones que rondan el 40%, cuando el voto en blanco se expande como una mancha de aceite en doce distritos, y cuando la indiferencia supera a la ira como respuesta política, estamos ante el síntoma de una democracia que ha perdido su halo sagrado. Este desencanto no es un capricho ciudadano, sino el resultado de un contrato social roto, donde la política ha dejado de ser el puente entre las promesas y la realidad.
Como advirtió Juan Linz al estudiar los estertores de la Alemania de Weimar y la Segunda República Española, las democracias no mueren por explosiones violentas, sino por la lenta asfixia de la desesperanza. Allí, como aquí, no fue la pobreza la que mató al sistema, sino la pérdida de fe en su capacidad para regenerar dignidad.
El diagnóstico de Linz ilumina nuestro presente con precisión escalofriante. Las democracias colapsan cuando la ciudadanía internaliza que el mecanismo diseñado para resolver sus dramas esenciales es incapaz de hacerlo. Hoy, cuatro décadas después, Argentina encarna ese veredicto, una crisis económica crónica que devora salarios como un incendio forestal, una corrupción sistémica que pudre la confianza en las instituciones, y una clase política que discute cargos mientras el país se desangra.
Este cóctel tóxico ha incubado un monstruo más peligroso que la miseria: el escepticismo metabólico, aquel que transforma el «¿para qué votar?» en un lamento existencial.
Los números del Latinobarómetro son un aldabonazo en esta puerta decadente, el 30% de los argentinos avalaría un gobierno autoritario «si soluciona los problemas». No por convicción ideológica, sino por la desesperación de quien ve ahogarse a sus hijos y clama por un salvavidas, aunque tenga forma de tanque.
En este caldo de cultivo, resurgen los síntomas ominosos que Linz catalogó como preludio del colapso. La polarización tóxica, donde el adversario político deja de ser interlocutor para convertirse en enemigo, se materializa en los linchamientos digitales que Martín Kohan denuncia como «la crueldad de moda».
Las redes sociales son hoy plazas públicas donde la deshumanización del otro se practica como deporte nacional, donde la palabra «traidor» o «vendepatria» sustituye al argumento, y donde la violencia verbal normaliza la tentación de la violencia física.
A esto se suma el fracaso de los liderazgos, incapaces de tejer coaliciones de supervivencia ante crisis existenciales. Los partidos pelean por migajas de poder en lugar de construir pactos contra el hambre. Y quizás lo más grave, la normalización del autoritarismo.
Como amplían Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su obra, el peligro no son los extremistas marginales, sino su inclusión en alianzas por un pragmatismo miope. Cuando un candidato que niega la Constitución o justifica la violencia es recibido en salones del poder, la democracia empieza a cavar su propia fosa.
En este contexto, la apatía electoral no es pasividad, sino un lenguaje político sofisticado. El ausentismo masivo (ese 45% del padrón que prefiere el sillón a la urna) y el voto en blanco ascendente son la ruptura del «pacto transaccional» que Lucas Romero describe con crudeza: «¿Para qué votar si los que elijo hacen mi vida más difícil?».
Este gesto de despedida tiene raíces concretas. Los calendarios electorales agotadores, hasta seis votaciones en un año, convierten un derecho sagrado en un trámite burocrático. Las sanciones risibles, multas de $50 por no votar, son la confesión de un Estado que ni siquiera cree en su propio ritual. Y la oferta política, esclerótica y autoreferencial, ofrece discursos sobre pobreza pronunciados desde urbanizaciones amuralladas, o promesas de seguridad hechas por custodios armados.
La paradoja más trágica la comete la propia clase política. Al adoptar la retórica antipolítica («todos son chorros», «el sistema no sirve»), como señaló un analista, se convierten en cómplices de la deslegitimación que dicen combatir.
Esta autorreferencialidad destructiva explica por qué, incluso cuando abordan temas urgentes, jubilaciones, seguridad, pobreza, la sociedad encuentra sus palabras huecas, sus gestos calculados, sus soluciones inverosímiles. El ciudadano no rechaza los temas; desconfía del mensajero que ha perdido credibilidad por obra y gracia de sus propias contradicciones.
Frente a este panorama, la teoría de Linz no es solo una advertencia, sino una brújula para la redención. La primera salida exige liderazgos de grandeza histórica, capaces de mirar más allá del próximo tweet o la encuesta de turno.
Figuras como Adolfo Suárez en la España postfranquista, que tejieron coaliciones de emergencia nacional para evitar el abismo, demuestran que es posible unir aguas divididas cuando la patria arde.
Los partidos políticos, deben asumir su rol de guardianes democráticos. Aunque desprestigiados, son los únicos diques contra la barbarie. Esto implica purgar a quienes incitan a la violencia o desprecian la Constitución, pero también reconstruirse desde los cimientos.
El reencantamiento cotidiano, sin embargo, es la tarea más urgente. La democracia recupera su halo sagrado cuando el ciudadano ve que su voto se traduce en cambios tangibles, la vereda reparada que permite a su hijo ir a la escuela sin hundirse en el barro, el hospital que tiene los medicamentos que salvaron a su madre, el comedor donde su vecino dejó de servir pan con caldo para ofrecer proteínas reales. Esto exige una revolución en la gestión pública, presupuestos participativos en cada municipio, plataformas digitales que muestren en tiempo real el destino de los impuestos, y funcionarios que rindan cuentas en plazas públicas, sin discursos prefabricados.
El récord de abstencionismo no es un dato frío: es el gemido de un sistema que suplica reinvención. Como enseñan Weimar y el Chile de Allende, las democracias no mueren por golpes espectaculares, sino por mil heridas de desencanto.
Argentina aún tiene anticuerpos poderosos: una sociedad civil vibrante que llena ollas populares mientras el Estado falla, una prensa crítica que expone corruptelas a riesgo de demandas, y una memoria histórica que sabe distinguir entre la tormenta pasajera y el naufragio definitivo.
La solución no está en multas más altas ni en discursos grandilocuentes. Está en honrar el contrato sagrado de la representación. Gobernantes que midan su éxito no en puntos de rating, sino en platos de comida en mesas pobres. Opositores que construyan alternativas reales, no espectáculos de circo romano. Ciudadanos que exijan, pero también vigilen, participen y, sobre todo, recuerden que la democracia no es un espectáculo que se consume, sino una casa que se construye ladrillo a ladrillo.
El silencio de las urnas vacías es el grito más elocuente de nuestra era. Escucharlo, y actuar con grandeza ante él, es la última trinchera entre la democracia fatigada y la noche autoritaria.
El invierno es largo, pero la primavera es posible si los que tienen el timón entienden que gobernar hoy no es un privilegio, sino un acto de redención histórica.
Que cada escuela sin frío, cada jubilación digna, cada calle segura, son votos que se ganan en el territorio concreto de la vida, no en el aire viciado de la retórica. El tiempo de recomponer lo sagrado no corre en contra del calendario electoral, sino contra el reloj implacable de la dignidad humana.


