Andrés Mendieta
El culto a la personalidad es un fantasma que recorre la política argentina con máscaras distintas pero un mismo rostro: el ansia de poder absoluto.
Ayer fue el kirchnerismo intentando erigir a Cristina Fernández en líder sagrado; hoy es el libertarismo transformando a Javier Milei en profeta de una revolución furiosa. Dos caras de una moneda que paga con democracia la ilusión de mesías.
Durante los gobiernos kirchneristas, la maquinaria oficialista tejió un misticismo alrededor de Cristina. Sus discursos eran liturgias, sus lágrimas reliquias, sus enemigos «gorilas» o «destituyentes«.
La propia Cristina se autopercibía como una «arquitecta egipcia», constructora de obras eternas, símbolo de un delirio que confundía servicio público con megalomanía histórica.
La prensa militante la pintó como mártir y elegida, mientras las redes hervían con consignas de devoción. Pero hubo un dique que contuvo aquella santificación forzada, el periodismo profesional.
Reporteros de La Nación, Perfil o Clarín, los mismos que hoy Milei demoniza, destaparon los hilos de corrupción en obra pública, los bolsillos llenos de coimas, las valijas del dinero K.
Fueron esos hombres y mujeres, perseguidos y calumniados, quienes llevaron a los tribunales lo que el relato ocultaba. Cristina enfrenta condenas no por persecución, sino porque la prensa libre cumplió su deber, ser perros guardianes, no aplaudidores.
Hoy, quienes ayer denunciaban el culto kirchnerista repiten su guion con fervor invertido. Milei, el autoproclamado «león libertario», convoca misas políticas donde la motosierra es un símbolo sacro y sus insultos, salmos de pureza.
Sus seguidores corean «¡Presi! ¡Presi!» como en otro tiempo gritaban «¡Cristina! ¡Cristina!», mientras él señala a los medios independientes, los mismos que expusieron los crímenes K, como «traidores al pueblo».
Las redes arden con odio financiado, periodistas reciben amenazas por investigar fondos opacos, jueces son tildados de «casta» por defender la Constitución. El objetivo es idéntico: silenciar cualquier voz que cuestione al nuevo redentor.
Es particularmente triste ver a jóvenes, aquellos que deberían encarnar el espíritu crítico, cargar pequeños bustos de Milei como reliquias, repitiendo consignas con fervor acrítico. La misma ceguera ideológica que antaño convirtió a La Cámpora en soldados de una causa personalizada, hoy muta en libertarios que veneran a un hombre en lugar de debatir ideas. Bajo el mismo síndrome de idolatría, dos generaciones pierden lo esencial: la capacidad de cuestionar al poder.
Y mientras ayer una «arquitecta egipcia» soñaba con pirámides K, hoy corremos el riesgo de caer en manos de un «emperador romano» libertario, uno que, como Calígula, podría preferir que su caballo sea ministro antes que tolerar un contrapeso institucional. El culto muta, pero su esencia autoritaria permanece.
No se ignora que este gobierno exhibe logros económicos necesarios, el control de la inflación o el superávit fiscal son avances innegables. Pero esos éxitos, en lugar de cimientos para un futuro mejor, podrían convertirse en ruinas si la democracia de baja intensidad que pretenden imponer, donde el Congreso es decorativo, la justicia sospechosa y la prensa enemiga, sigue erosionando instituciones.
La historia enseña que ningún progreso material sobrevive al colapso de la república.
La ironía es trágica, los mismos que celebraron cuando la prensa llevó a Cristina al banquillo, hoy exigen quemar a esa prensa en la hoguera. Ayer el kirchnerismo gritaba «¡no te metás con Cristina!»; hoy el libertarismo ruge «¡a los periodistas hay que odiarlos!». Ambos usan el mismo manual: convertir al líder en bandera, a la crítica en herejía, y a la verdad en campo de batalla.
Pero hay una diferencia letal. Mientras el kirchnerismo tropezó con instituciones que resistieron, prensa fuerte, y un resquicio de justicia independiente, Milei ataca esos pilares con saña sistemática.
Sus decretos ignoran al Congreso, sus insultos desprestigian a la justicia, y sus llamados al odio contra periodistas buscan dejar a la democracia sin ojos ni voz. Cuando un presidente dice «son todos mentirosos», no defiende al pueblo, desarma sus defensas.
La historia argentina, cíclica como un tango triste, enseña que los cultos a la personalidad siempre terminan en el mismo lugar: instituciones rotas, pobreza de ideas, y un país dividido entre fieles y apóstatas.
El kirchnerismo no logró su santa patrona porque el periodismo profesional, ese que hoy queman simbólicamente, mostró sus costuras.
Esta es nuestra encrucijada: si permitimos que el nuevo culto aniquile a la prensa libre, no matarán solo palabras. Matarán la democracia. Porque sin medios independientes, no hay corrupción que se exponga, no hay abuso que se detenga, no hay líder que rinda cuentas.
Los mismos periodistas que nos mostraron a Cristina humana y frágil, sujeta a la ley, son hoy el último muro contra un hombre que sueña con ser dios con motosierra en mano.
La advertencia está escrita en los escombros de cada autocracia, cuando el periodismo cae, la democracia queda en respirador artificial. Y los mesías de turno solo esperan desconectarlo. Argentina ya vivió este capítulo. La pregunta es si aprenderá que ningún líder de culto salva pueblos,solo entierra su dignidad en el altar de un falso profeta.


