Por Andrés Mendieta
La condena firme a Cristina Fernández de Kirchner por corrupción debería marcar un punto de inflexión, pero en su lugar revela una sociedad profundamente enferma. Argentina no solo padece la corrupción de sus élites: sufre un masivo síndrome de Estocolmo político. Millones de víctimas del saqueo salen a las calles a abrazar a sus victimarios, confundiendo opresión con lealtad. Los números no mienten: el 60% de los argentinos cree en su culpabilidad, el 30% la proclama inocente y solo el 10% permanece indiferente. Esta fractura no es casual: es el síntoma de una nación que ha normalizado su autodestrucción.
La grieta como religión ha mutado en patología colectiva. Los hechos judiciales —1,541 páginas de sentencia, decretos firmados, obras abandonadas, $84,000 millones decomisados— se desvanecen ante el carnet partidario. Para ese 30% incondicional, la prueba documental es «lawfare«; para el 60%, es justicia republicana. Mientras el país debate realidades paralelas, los políticos profesionales cosechan dividendos. La grieta no es espontánea: es un instrumento de dominación perfeccionado por décadas. Los mismos líderes que hoy lloran «proscripción» (Kirchner) o celebran «justicia» (Milei) coincidieron en perpetuar un modelo de saqueo sistémico: Menem privatizó el Estado a cambio de mochilas de dólares; el kirchnerismo convirtió la obra pública en una máquina de desvíos; Macri multiplicó la deuda mientras sus empresarios amigos fugaban capital. Todos usaron la misma táctica: convertir al ciudadano en soldado de una guerra ficticia, donde exigir cuentas al líder propio es «traición».
¿Cómo explicar que víctimas de hospitales vaciados defiendan a quienes los desmantelaron? La respuesta está en tres pilares perversos: el clientelismo como oxígeno vital, donde migajas estatales se intercambian por dignidad, el 40% de pobres en el conurbano no es un fracaso: es un negocio; el relato heroico que transforma delincuentes en mártires, Cristina se autopercibe«fusilada que vive», equiparando condena por corrupción con persecución política; y la creación de un «enemigo único», el poder económico concentrado o la casta para ocultar que el verdadero adversario es la impunidad transversal.
Las cifras reflejan esta esquizofrenia nacional: el 82% desconfía de la Justicia, pero el 60% avala esta condena; el 30% llama «persecución» a un proceso con 12 años de pruebas.
Esta contradicción no es racional: es el llanto de un rehén que justifica a su secuestrador.
Mientras, el 10% indiferente —mayoría joven— mira con desprecio el circo: han internalizado que la política es un juego sucio donde todos pierden.
Los únicos ganadores son los dueños de la grieta: Cristina moviliza masas llamando «cepo al voto» a una condena por desviar fondos de rutas patagónicas; Milei tilda de «corruptos» a periodistas que cuestionan su gestión, mientras su ajuste recae sobre los mismos que sufrieron el saqueo K; los barones sindicales cortan autopistas para defender a quien vació las arcas de sus obras sociales.
Todos saben que en la trinchera, la corrupción queda impune.
Argentina enfrenta una disyuntiva existencial: debe aceptar el diagnóstico —reconocer que ese 30% que defiende lo indefendible no es «pueblo consciente», sino rehén de una relación patológica con el poder— y exigir terapia de shock institucional: condenas ejecutadas, bienes recuperados, y sobre todo, juicio a los jueces cómplices que por décadas avalaron este modelo.
El tribalismo debe enterrarse: Menem, Macri y Kirchner son caras de la misma moneda falsa. Si el 60% calla, el 30% aplaude y el 10% huye, la próxima generación de saqueadores ya está en entrenamiento.
La condena a CFK no es el final: es el examen definitivo para una sociedad que debe elegir entre sanar o seguir suicidándose cada 10 o 15 años.


